Adela de Rengifo se quejaba frecuentemente de que a ella le habían tocado las peores calamidades de la vida: enviudar a los veinticinco años, ser pobre y verse obligada a trabajar para mantenerse con un poco de dignidad, y tener un hijito enfermizo, es decir, no enfermizo precisamente, sino que más bien enclenque, de esos niños que duermen el doble que los niños normales.
En realidad, desde que nació, Sebastián dormía muchísimo. Cerraba los ojos apenas su cabeza caía sobre la almohada bordada con tanto esmero por su madre, y ya, dentro de un segundo, estaba durmiendo como un ángel del cielo.
¡Es tan bueno y tan tranquilo el pobrecito! —decía Adela a sus compañeras de oficina—. Ni siquiera llora ni despierta de noche, como casi todos los niños.
Adela y Sebastián vivían en dos cuartos que no eran malos a pesar de que las ventanas se abrían sobre un patio interior muy estrecho, en el segundo piso de una pensión un poco húmeda y bastante oscura. Cuando Adela partía a la oficina, en la mañana, la señora Mechita, dueña de la pensión, quedaba encargada de cuidar a Sebastián. Pero como el niño era tan tranquilo casi no había necesidad de preocuparse de él, porque jamás molestaba con el bullicio y el recotín con que generalmente hacen la vida imposible los niños de cinco años. En cuanto la señora Mechita iniciaba los quehaceres domésticos matutinos, Sebastián se deslizaba hasta su propia habitación para tenderse en la cama y dormir a pierna suelta. La señora Mechita entraba a verlo, porque le daba “un no sé qué” que un niño de su edad prefiriera dormir a entretenerse con cosas más… bueno, más normales. Hasta que una tarde, decidiendo llamar la atención de Adela sobre esta peculiaridad de su hijo, la abordó como haciéndose la desentendida, y sin levantar la vista de la labor de crochet en que siempre tenía atareados sus dedos pecosos, le dijo:
¡Qué bueno para dormir está el niño, Adelita por Dios! ¿No andará enfermo?
Adela, como si entreviera una censura, respondió muy tiesa:
—¿Y qué tiene de particular que duerma si se le antoja?
—Bueno, era por decirle no más… —replicó la señora Mechita, y al alejarse endureció su quijada de mastín, reflexionando que las viudas jóvenes son demasiado nerviosas y que en el futuro se guardaría de acoger a otra en su casa. (...)
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